DISCURSO VICEPRESIDENTE INAUGURACIÓN DE LA EXPOSICIÓN “ECUADOR: TRADICIÓN Y MODERNIDAD»

INTERVENCIÓN DEL SEÑOR LIC. LENIN MORENO GARCÉS, VICEPRESIDENTE CONSTITUCIONAL DE LA REPÚBLICA, EN LA INAUGURACIÓN DE LA EXPOSICIÓN
“ECUADOR: TRADICIÓN Y MODERNIDAD”

 

Regreso
Regresamos ¡Pachacámac!
Yo soy Juan Atasmpam ¡Yo, tam!
Yo soy Marcos Guaman ¡Yo tam!
Yo soy Roque Jadán ¡Yo tam!

Comaguara, soy. Gualanlema, Quiquilago, Caxicondor,
Pumacuri, Tomayco, Chuquitaype, Gusrtatana, Duchunachay, Dumbay, ¡Soy!
¡Somos! ¡Seremos! ¡Soy!

 

César Dávila Andrade

He visto, estoy seguro que muchos de ustedes también, a cientos de miles de compatriotas fatigar las calles de Madrid, Barcelona, Murcia o Valencia. Así mismo, son miles los ecuatorianos -que prácticamente invisibles- siembran, cosechan y empacan los frutos de la tierra en los campos de toda España.

Escucho -en locutorios, edificios en construcción, fábricas, hoteles y escuelas- la cálida y tierna entonación de nuestro español andino y equinoccial, pródigo en diminutivos y amable hasta la exageración en su sintaxis.

Camino por las plazas de los pueblos y las ciudades de España y desde fondas, restaurantes y chiringuitos me sorprende –llenándome de añoranza y misterio- el aroma inconfundible del viche manabita, del caldo de manguera guayaquileño, del tapao esmeraldeño, el repe lojano, las empanadas de morocho quiteñas o el entrañable maito de mi amazonía querida.

De repente, al doblar cualquier esquina, o cerca de las estaciones del metro, los lilas, naranjas, verdes y amarillos, asaltan mi retina desde los ponchos otavaleños, las shigras amazónicas o los sombreros de Jipijapa.

Todos estos deslumbramientos sensoriales confluyen ahora en mi memoria, volviendo visible a esa Patria tan lejana.
No hay gesto tan poderoso en nuestra cultura como el abrazo. Nuestra fama de abrazadores, la confirma el poeta francés Henri Michaux, quien cuando visitó por primera vez Quito, quedó tan impresionado por la costumbre de los capitalinos de propinarse sonoros abrazos cada vez que se encontraban, que decidió bautizarla como “La ciudad de los abrazos”.

Y es este sentimiento intenso, generoso, que nace de este gesto envolvente, de raíz genuinamente popular, el que preside la apertura de esta muestra nombrada: “Ecuador: tradición y modernidad”.

En realidad, lo que pretenden estas visiones, colores, formas y texturas es abrazar simbólicamente a nuestros dos países, tender un puente hecho de signos, que incite a conocer y transitar las relaciones profundas que establecieron nuestros ancestros.

Un abrazo 14 veces milenario

Los ecuatorianos –como lo demuestran las obras reunidas en esta muestra- no somos Huairapamushcas. Esta es una expresión acuñada por el novelista Jorge Icaza, autor de Huasipungo, que significa “Hijos del viento”; es decir, nacidos sin historia, huérfanos de tradición.

Quiero decir hoy, junto con el gran Osvaldo Guayasamín, que los ecuatorianos tenemos 14.000 años de historia, de hacer cultura, de construir juntos –mestizos, indios y negros- esta Patria multiétnica y pluricultural. Dan fe de mi afirmación, la silenciosa elocuencia de este magnífico conjunto de obras de arte.

Nuestras sociedades originarias se destacaron por una notable vocación religiosa que encontró su expresión mayor en la construcción de impresionantes centros ceremoniales como los descubiertos en Real Alto, en la península de la Santa Elena, y en las islas de La Plata, en Manabí, y de La Tolita, en Esmeraldas. Nuestros pueblos alcanzaron un gran nivel de desarrollo artístico y tecnológico en las artes de la alfarería y de la metalurgia, siempre vinculadas al culto religioso. Los anónimos artistas ancestrales supieron encarnar en impresionantes máscaras y figuras –semejantes a las que podemos aquí admirar- una concepción del mundo fundada en un profundo conocimiento de la naturaleza y el sabio acatamiento de sus reglas.

Los orfebres de la cultura de La Tolita labraron preciosas máscaras, cargadas de misterio, como la que integra esta exposición. Las hicieron de oro porque otorgaban a este metal la capacidad de ser el vehículo privilegiado de la metáfora divina. El Sol, eje sobre el cual se erige la cosmovisión indígena, fue el tema principal de un arte que se singularizó por la belleza de la filigrana, la minuciosidad del trabajo en pequeños formatos y la acertada manipulación del color de los metales.

Costumbres tradicionales como mascar la hoja de coca, vestir poncho, contar historias de los tiempos primigenios; artefactos de poder como sillas ceremoniales; figuras de animales míticos; encarnan en estas figuras ancestrales para recrear el mundo y las culturas originarias de Ecuador. Estoy convencido que una atenta contemplación de estos vestigios nos revelará los rasgos de un pretérito presente y las claves de nuestro destino como nación.

El esplendor del barroco

El prestigio de la Escuela Quiteña atrae a miles de visitantes al Centro Histórico de la capital de Ecuador. Producto de la tremenda explosión creativa que se desencadenó como resultado del mestizaje de la cultura hispánica con las culturas originarias de América; la Escuela Quiteña exhibe la obra de artistas como Manuel de Samaniego, Caspicara, Miguel de Santiago o Bernardo de Legarda y la de centenares de artistas anónimos que son su habilidad y talento convirtieron a las iglesias y conventos de Quito en un relicario del arte religioso continental.

Todo empezó en 1534, cuando llegaron a Quito Fray Jodoco Ricke –primo del emperador Carlos V- y fray Pedro Goceal portando las primeras semillas de trigo que germinaron en la mitad del mundo. Fueron los fundadores de la orden franciscana de Quito. Ellos junto a los alarifes Jácome Flamenco y Germán el Alemán acometieron la construcción de este monumental complejo arquitectónico, el mayor de los Centros Históricos de Iberoamérica. Tal fue la grandeza de la empresa que, según cuenta la tradición, con frecuencia se observaba al emperador escrudiñando el horizonte desde uno de los balcones de su palacio. Al preguntarle, uno de sus consejeros, por el objeto de tanta atención. Carlos V contestó: “intento descubrir las torres de San Francisco de Quito, que a mi parecer deberían estar ya muy altas, y verse desde España, a juzgar por el dinero que me cuestan.”

La construcción se inició en 1536 y para 1605 estaban terminados los 30.000 m2 de planta, que incluyeron 3 iglesias, 7 claustros y un huerto. Pero los religiosos franciscanos no sólo se ocuparon de las construcciones monumentales, sino que dedicaron gran parte de sus esfuerzos a evangelizar, educar y enseñar las bellas artes a los hábiles artífices indígenas.

Una pequeña, aunque representativa, muestra de estos tres siglos de arte integra esta exposición. “El italiano”, una pintura de Samaniego en la que son visibles los rasgos distintivos de su arte, según los identificó su contemporáneo, el crítico chileno Pedro Francisco Lira: “se distinguió, tanto en la pintura del paisaje, como en la figura humana. Sus paisajes son conocidos por la destreza en la pintura de los árboles, aguas, terrazas y arquitecturas; siendo sólo sensible que a su paleta le hubiese faltado el número suficiente de colores para diversificar el colorido; mas no debemos atribuir esta falta a su poca habilidad, sino a los tiempos de atraso en que vivió, pues se veía obligado a servirse de los pocos y malos colores que entonces existían en Quito».

“La mujer de las medias rojas”, una primorosa talla sobre madera, que algunos atribuyen a Caspicara, es un magnífico testimonio del talento de los escultores quiteños. La gracia y proporción; el desenfado y una no disimulada coquetería, sintetizan lo mejor imaginería quiteña.

Tanto la impresionante custodia como el retrato del Barón de Carondelet, representan lo mucho que aportaron los poderes eclesiástico y político al desarrollo y consolidación de las artes quiteñas. Debo destacar la importancia de la contribución del barón para la remodelación y decoración de la Catedral Primada de Quito, en 1799, así como la restauración del palacio de la Presidencia de la Audiencia de Quito, actual Palacio Presidencial, que en su memoria, lleva su nombre.

Ecuador tiene un especial reconocimiento por instituciones españolas como la Biblioteca Nacional de España -que hoy aloja esta exposición-, cuya labor en la preservación, estudio y difusión de documentos y bienes patrimoniales ecuatorianos es invalorable. Buen ejemplo de esta tarea es este “Álbum de costumbres ecuatorianas”, obra irremplazable para el conocimiento de nuestro siglo XIX.

El surgimiento de la República

Tras tres siglos de vida colonial, en 1809, Quito proclama el Primer Grito de la Independencia, cuyo bicentenario estamos próximos a conmemorar. Eugenio Espejo fue la figura gravitante del movimiento independentista, sus ideas encontraron resonancia en las elites quiteñas, que comenzaron a pensar una nación independiente del Reino de España.

Entretanto en el campo de las artes se producían cambios radicales, semejantes a los que sucedían en la esfera política. El fin del paradigma colonial –que había orientado a los artistas hacia el ámbito religioso- se caracterizó por la paulatina desacralización del oficio como consecuencia de la gesta libertaria, que impulsó a los creadores a poner su arte al servicio de los héroes. Los retratos de los victoriosos caudillos militares y de los miembros de una burguesía emergente, sustituyeron poco a poco a las obras de tema religioso. Al mismo tiempo que el descubrimiento y la afirmación de lo propio –en forma de paisajes, tipos humanos y costumbres- iba ganando espacio en las representaciones pictóricas nacionales.

Retratos de los héroes de la independencia como Simón Bolívar, Antonio José de Sucre o Juan José Flores; escenas de las batallas libertarias; junto al “recién descubierto” paisaje andino, amazónico o costeño, empezaron a ocupar los lienzos de los pintores.

En los primeros años del siglo XX, aparece, primero, tímidamente, como en el cuadro de Amable Cevallos que podemos admirar en esta muestra, el personaje que habría de concentrar la atención de los artistas plásticos durante buena parte del siglo. Se trata del “indio”. Ese mismo personaje, que impulsó a Juan Montalvo a escribir: “Si mi pluma tuviese don de lágrimas yo escribiría un libro titulado: “El indio” y haría llorar al mundo”.

El siglo del indigenismo y las vanguardias

En Ecuador, un país con fuerte presencia indígena, la escuela mexicana encontró gran acogida, en especial en su expresión indigenista. Varios acontecimientos históricos y sociales propiciaron su aparición. La revolución rusa, de octubre de 1917, impulsó la difusión de las ideas socialistas en todo el mundo. La revolución mexicana alentó las esperanzas -de artistas y políticos de izquierda- de hacer la revolución en América.

En Ecuador, la matanza de obreros de noviembre de 1922 desembocó en la creación del Partido Socialista en 1926 y la del Partido Comunista en 1931. La mayoría de intelectuales y de artistas pertenecieron a estas agrupaciones políticas y abarcaron como credo estético el realismo social.

El indigenismo ecuatoriano es la versión nacional del realismo social. A semejanza del muralismo, que enfatiza los contenidos sociológicos y políticos de la pintura. Su intención estética es provocar la solidaridad del espectador con el indígena, para conseguirlo recurre a la representación de escenas dramáticas que muestran al indio en el paroxismo del sufrimiento. Frecuentemente estos temas son resueltos apelando a la retórica expresionista.

Dos rasgos singularizan al indigenismo ecuatoriano. La estrecha vinculación con el movimiento literario del mismo nombre y la voluntad conciente de indagar en el pasado indígena con el objetivo de fundamentar un concepto de identidad nacional. Sin embargo, el movimiento indigenista fue –como afirmó Mariátegui- una visión mestiza sobre el problema indio. Una visión desde fuera, que expresó una actitud de solidaridad del artista mestizo con la historia de explotación y sufrimiento de la población indígena, transformándola en pilar fundamental de la identidad nacional.

Dos de las obras esenciales del indigenismo ecuatoriano integran esta muestra: “Los guandos” de Eduardo Kingman y “El ataúd blanco” de Oswaldo Guayasamín. La de Kingman es una obra de dimensiones épicas, vibrante de indignación y dolor, que según Benjamín Carrión: “Nos hace pensar, salvando proporciones, por la fuerza de creación, en la sobre-creación de la anatomía humana, hasta hacerla capaz decir, por sí misma, un trágico mensaje”.

La obra de Guayasamín obtuvo un premio consagratorio de la III Bienal Hispanoamericana de Arte de Barcelona en 1955: el Gran Premio de Pintura. En este cuadro, pintado en 1947, Guayasamín experimenta por primera vez con la pintura negativa. El poeta ecuatoriano Jorge Enrique Adoum describe así el proceso: «La superficie del ataúd es un espacio recubierto de hoja de plata, que se adhiere a la tela preparada; al pintar al óleo la tapa del ataúd, se ha reservado ese fondo plateado para la decoración del ataúd: es el fondo el que crea las figuras de la cruz y los ramos. Esta técnica coincide con la pintura de pan de oro de la época colonial, lo notable no es su procedimiento técnico, sino el resultado obtenido”.

Guayasamín, en cada uno de los miles de cuadros que pintó, realizó una contundente reivindicación del realismo como la forma más adecuada y actual para recrear la realidad profunda de América. Con cada pincelada y con cada trazo fue describiendo las señas de identidad de un continente, que empezó a reconocerse con asombro en la obra de este «mestizo aindiado, triste y duro». Pablo Neruda al referirse a la obra de Guayasamín afirma que «Pocos pintores de Nuestra América tan poderosos como este ecuatoriano intransferible: tiene el toque de la fuerza, es un anfitrión de las raíces, da cita a la tempestad, a la violencia, a la inexactitud. Y todo ello, a vista y paciencia de nuestros ojos, se transforma en luz».

El realismo social –en especial a través de su vertiente indigenista- dominó el panorama de las artes plásticas ecuatorianas durante algo más de tres décadas. Sin embargo, casi simultáneamente al surgimiento imparable del indigenismo, dos grandes pintores –Camilo Egas y Manuel Rendón- decidieron radicarse en el exterior; el primero en Nueva York y, el segundo, en París. Esta decisión les permitió, por una parte, sustraerse a la influencia apabullante del indigenismo y, por otra, participar activamente en el nacimiento de las vanguardias occidentales.

Por medio de Egas la pintura ecuatoriana tuvo conocimiento de primera mano del expresionismo, del cubismo, del surrealismo y de la abstracción. Manuel Rendón, por su parte, difundió el abstraccionismo y el informalismo. También tuvo relevancia el aporte de Araceli Gilbert, a quien se considera como la implantadora de la abstracción geométrica en Ecuador. Gilbert estudió en Guayaquil con Hans Michaelsen y después se perfeccionó en Chile, Nueva York y París. “Tout se tient”, que se exhibe en esta muestra, es una obra representativa de su estilo.

Cierra esta exposición la obra de dos sobresalientes exponentes de la vanguardia ecuatoriana: Ramiro Jácome –miembro del grupo de “Los cuatro mosqueteros”- y Oswaldo Viteri, gran informalista y dibujante, autor de ensamblajes como “La plaza”, que fusionan el folclore mágico del hombre andino con la naturaleza trágica de la fiesta brava.

Un abrazo final, que en realidad es una invitación

He intentado enlazar con estas reflexiones las diferentes partes de la exposición “Ecuador: tradición y modernidad”, que abarca 14.000 años de historia cultural. Pero, en realidad mi intención ha sido otra. He querido invitar a ustedes –con un abrazo cordial- a cruzar por mediación del puente del arte, por sobre el abismo del desconocimiento y la desconfianza. Mis palabras finales son un abrazo y una invitación para terminar con esta paradoja: que hoy Ecuador sea el país con mayor presencia de emigrantes en España y, al mismo tiempo, sea el más desconocido por los españoles.

Muchas gracias hermanos todos